Usted prepara el desayuno, como todos los días.
Como todos los días, usted lleva a su hijo a la escuela.
Como todos los días.
Entonces, lo ve. Lo ve en la esquina, reflejado en un charco, contra la acera; y por poco no la aplasta un camión.
Después, usted se marcha al trabajo. Y nuevamente lo ve, en la ventana de una taberna de mala muerte, y lo ve en el gentío que la boca del metro devora y vomita.
Al anochecer, su marido pasa a buscarla. Y camino a casa van los dos, callados, respirando el veneno del aire, cuando usted vuelve a verlo en el torbellino de las calles: ese cuerpo, esa cara, que sin palabras pregunta y llama.
Y desde entonces usted lo ve con los ojos abiertos, en cuanta cosa mira, y lo ve con los ojos cerrados, en cuanta cosa piensa; y con sus ojos lo toca.
Este hombre viene de algún lugar que no es este lugar y de algún tiempo que no es este tiempo.
Usted, madre de, mujer de, es la única que lo ve, la única que puede verlo. Usted ya no tiene hambre de nadie, hambre de nada, pero cada vez que él se asoma y se desvanece, usted siente una imparable necesidad de reír y de llorar las risas y los llantos que se ha ido tragando todo a lo largo de sus años, risas peligrosas, llantos prohibidos, secretos escondidos en quién sabe qué rincón de sus adentros.
Y cuando llega la noche, mientras su mano duerme, usted le da la espalda y sueña que despierta.
Creo que es de
Eduardo Galeano
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