Aquel día un sentimiento extraño le invadió al salir de casa. De un tiempo a esa parte le asaltaban sensaciones que le hacían imaginar que no era el dueño de su vida.
Comenzó a andar bajo el sol abrasante y de repente le irrumpió la certeza de que no conocía su ciudad. A cada paso que daba, los edificios que siempre habían estado allí, le parecían otros. Reconocidos, pero de otro sitio y de otro momento. Todo le resultaba extraño.
Sin embargo sus pasos eran decididos. Una extraña inquietud hacía que caminara deprisa, aun a sabiendas de que había salido con hora suficiente para llegar puntual a su cita.
Últimamente también le perseguía una constante obsesión por el tiempo, que le hacía mirar compulsivamente el reloj a cada paso. Y siempre le contestaba que iba demasiado deprisa.
Como ahora. Su destino estaba demasiado cerca.
Entonces le entraron unas ganas desesperadas de ir a orinar, quizás para llenar el tiempo que a todas luces le estaba sobrando.
De repente no podía controlar su vejiga. Su ansia por tenerlo todo calculado, siempre le llevaba por senderos tortuosos…
Entonces vió su salvación. Entraría allí mismo, en el centro cívico…
Paranoia
…Cuando se acercó a la entrada no le dio importancia al coche de policía que había en la puerta. Entró decidido, con pasos seguros. No saludó si quiera al portero que perplejo no tuvo tiempo de reaccionar.
Comenzó a subir las escaleras y un silencio frío y extraño se respiraba en el ambiente.
Le resultaba muy raro no encontrarse a nadie por allí. Pero haciendo caso omiso a sus intuiciones siguió subiendo…
“Al final de la escalera a la derecha”…
Efectivamente. La silueta con el sombrero y la puerta abierta le indicaban que no se había equivocado. El servicio estaba libre.
Entró tanteando, buscando el interruptor.
Cuando estaba en postura, escuchó un fuerte golpe que le paralizó en el acto. Un escalofrío de terror recorrió su cuerpo.
Al golpe siguieron gritos.
Y otro golpe.
De repente sintió un miedo terrible que lo ahogaba. Maldijo su prisa y el hacer oídos sordos a sus sutiles percepciones, que parecían haber querido avisarle de que algo andaba mal.
Se arrinconó tras la puerta del baño al oír los golpes y unos pasos cada vez más cerca.
Ese alguien parecía escuchar los latidos a marcha forzada de su corazón, pues su dirección no se equivocaba. Los pasos iban hacia él. Los oía cada vez más cerca.
El pánico lo invadía. Le parecía increíble que aquello le estuviera sucediendo.
De repente la puerta se abrió con tanta violencia que pareció que iba a aplastarlo allí mismo.
Su respiración se paralizó por instantes y ni siquiera le quedó sitio para moverse.
Entonces lo vio. Era “el Gordo”. Los rumores de que golpeaba a su mujer asaltaron su cabeza.
Ahora estaba allí delante de él, mirándolo con la cara desencajada y los ojos enrojecidos.
Tenía el cuerpo lleno de sangre y en la mano llevaba un palo, también lleno de sangre.
Llorando y de rodillas le suplicó que no le hiciera daño. Las palabras se le atragantaban y los pensamientos no le daban tregua a su cabeza.
No paró de implorar desesperadamente hasta que un fuerte golpe en la cara le calló la boca.
Empezó a notar el sabor salado de la sangre mezclado con la saliva…
Siguió llorando procurando no hacer ruido.
La parálisis de su cuerpo, no evitaba que su mente fuera consciente de la patética imagen que mostraba con los pantalones bajados y los calzoncillos puestos a trompicones.
De repente oyó una voz que hizo que tragara saliva. Su corazón se puso alerta y empezó a latirle aún más deprisa. Era una voz joven y firme que dijo, “allí!”.
Paranoia
Y entonces aparecieron. Era la policía. Nunca antes se había alegrado tanto de verlos, y respiró a pulmón abierto.
Los agentes entraron en el váter y arrinconaron al “Gordo” que no opuso resistencia.
Entonces se dejó caer en el suelo abandonándose al llanto. No recuerda cuanto tiempo pasó allí tirado y sin poder moverse.
Hasta que uno de los policías cortésmente lo levantó y le dio un pañuelo para que se secara la cara.
Y se dio cuenta.
¡Sus dientes!…, algunos le bailaban y otros no estaban.
El pánico lo invadió de nuevo. ¡Su cara!, ¿cómo estaría?…
Empezó a dolerle mucho. Y mientras bajaba las escaleras con esos pensamientos, otro diente abandonó su boca y saboreó de nuevo el salado de la sangre.
Cuando llegó abajo corrió a mirarse en un espejo. Tenía el rostro enrojecido e hinchado y unos cuantos dientes habían dejado de rellenar su boca, pero su apariencia seguía siendo la misma.
Respiró aliviado al reconocerse en el espejo.
Entonces recogió sus molares, los lió en un pañuelo y se los guardó en el bolsillo; no sabía muy bien para qué.
Inmediatamente salió de allí hacia el lugar de su cita.
Al final había conseguido llegar tarde y hacerse esperar.
Cuando entró en la biblioteca vió a su novia en las escaleras hablando entretenida con unos muchachos.
Le hizo un saludo de lejos, con la esperanza de que adivinara su urgencia y abandonara la animada conversación.
Pero la chica le miró de refilón y no reparó ni en su cara enrojecida ni en su falta de dientes.
Decepcionado y sin saber qué hacer, se sentó en las escaleras a esperarla.
Entonces y para hacer tiempo, se acordó que llevaba un bocadillo en la mochila.
De los nervios le había entrado hambre.
De repente sintió una urgente sensación de hambre.
Dió un bocado con ansia y… horror!, sintió un gran dolor en la encía y escupió el trozo de pan enrojecido por la sangre.
¡Se había olvidado que le faltaban dientes…!
FIN
Este relato lo publiqué en el 2004.
Es un sueño que tuve, uno de tantos cuando me da por soñar cosas raras. Para las personas amantes de la sicología freudiana, aquí hay material de análisis… Pero no me interesan vuestras conclusiones, eh?… 😉
¿Qué opinas?