Vicente Aleixandre fue un poeta total, entregado de lleno al cultivo de la poesía. Sevillano como yo 😉
No escribió obras en otros géneros. Sus escasos textos en prosa (en los que describe a otros poetas y escritores que conoció) son tan poéticos como sus versos.
Unos poemas:
Lenta humedad
Sombra feliz del cabello
que se arrastra cuando el sol va a ponerse,
como juncos abiertos- es ya tarde;
fría humedad lasciva, casi polvo
Una ceniza delicada,
la secreta entraña del junco,
esa delicada sierpe sin veneno
cuya mirada verde no lastima.
Adios. El sol ondea
sus casi rojos, sus casi verdes rayos,
su tristeza como frente nimbada,
hunde. Frío, humedad, tierra a los labios.
Biografía de Vicente Aleixandre
Después del amor
Tendida tú aquí, en la penumbra del cuarto,
como el silencio que queda después del amor,
yo asciendo levemente desde el fondo de mi reposo
hasta tus bordes, tenues, apagados, que dulces existen.
Y con mi mano repaso las lindes delicadas de tu vivir
retraído.
Y siento la musical, callada verdad de tu cuerpo, que hace
un instante, en desorden, como lumbre cantaba.
El reposo consiente a la masa que perdió por el amor su
forma continua,
para despegar hacia arriba con la voraz irregularidad de
la llama,
convertirse otra vez en el cuerpo veraz que en sus límites
se rehace.
Tocando esos bordes, sedosos, indemnes, tibios,
delicadamente desnudos,
se sabe que la amada persiste en su vida.
Momentánea destrucción el amor, combustión que
amenaza
al puro ser que amamos, al que nuestro fuego vulnera,
sólo cuando desprendidos de sus lumbres deshechas
la miramos, reconocemos perfecta, cuajada, reciente la
vida,
la silenciosa y cálida vida que desde su dulce exterioridad
nos llamaba.
He aquí el perfecto vaso del amor que, colmado,
opulento de su sangre serena, dorado reluce.
He aquí los senos, el vientre, su redondo muslo, su acabado
pie,
y arriba los hombros, el cuello de suave pluma reciente,
la mejilla no quemada, no ardida, cándida en su rosa
nacido,
y la frente donde habita el pensamiento diario de nuestro
amor, que allí lúcido vela.
En medio, sellando el rostro nítido que la tarde amarilla
caldea sin celo,
está la boca fina, rasgada, pura en las luces.
Oh temerosa llave del recinto del fuego.
Rozo tu delicada piel con estos dedos que temen y saben,
mientras pongo mi boca sobre tu cabellera apagada.
Para quién escribo
¿Para quién escribo?, me preguntaba el cronista, el periodista
o simplemente el curioso.
No escribo para el señor de la estirada chaqueta, ni para su bigote
enfadado, ni siquiera para su alzado índice
admonitorio entre las tristes ondas de música.
Tampoco para el carruaje, ni para su ocultada señora
(entre vidrios, como un rayo frío, el brillo de los
impertinentes).
Escribo acaso para los que no me leen. Esa mujer que
corre por la calle como si fuera a abrir las puertas
a la aurora.
O ese viejo que se aduerme en el banco de esa plaza
chiquita, mientras el sol poniente con amor le toma,
le rodea y le deslíe suavemente en sus luces.
Para todos los que no me leen, los que no se cuidan de
mí, pero de mí se cuidan (aunque me ignoren).
Esa niña que al pasar me mira, compañera de mi
ventura, viviendo en el mundo.
Y esa vieja que sentada a su puerta ha visto vida,
paridora de muchas vidas, y manos cansadas.
Escribo para el enamorado; para el que pasó con su
angustia en los ojos; para el que le oyó; para el que
al pasar no miró; para el que finalmente cayó cuando
preguntó y no le oyeron.
Para todos escribo. Para los que no me leen sobre todo
escribo. Uno a uno, y la muchedumbre. Y para los
pechos y para las bocas y para los oídos donde, sin
oírme, está mi palabra.
II
Pero escribo también para el asesino. Para el que con
los ojos cerrados se arrojó sobre un pecho y comió
muerte y se alimentó, y se levantó enloquecido.
Para el que se irguió como torre de indignación, y se
desplomó sobre el mundo.
Y para las mujeres muertas y para los niños muertos,
y para los hombres agonizantes.
Y para el que sigilosamente abrió las llaves del gas y la
ciudad entera pereció, y amaneció un montón de cadáveres.
Y para la muchacha inocente, con su sonrisa, su corazón,
su tierna medalla, y por allí pasó un ejército de
depredadores.
Y para el ejército de depredadores,
que en una galopada final fue a hundirse en las aguas.
Y para esas aguas, para el mar infinito.
Oh, no para el infinito. Para el finito mar, con su limitación
casi humana, como un pecho vivido.
(Un niño ahora entra, un niño se baña, y el mar, el
corazón del mar, está en ese pulso).
Y para la mirada final, para la limitadísima Mirada Final,
en cuyo seno alguien duerme.
Todos duermen. El asesino y el injusticiado, el regulador
y el naciente, el finado y el húmedo, el seco
de voluntad y el híspido como torre.
Para el amenazador y el amenazado, para el bueno y el
triste, para la voz sin materia
y para toda la materia del mundo.
Para ti, hombre sin deificación que, sin quererlas mirar,
estás leyendo estas letras.
Para ti y todo lo que en ti vive,
yo estoy escribiendo.
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