Sentí dolor.
Y ví mi corazón tan roto
que me dio miedo.
Me cogí las tripas
e intenté hacer un nudo.
Pero se me rajaron las entrañas,
y entre lágrimas pude ver
como me estaba sangrando el alma.
Después de agonizar
sobrevivo mendigando un corazón.
Aunque esté roto.
Igual que yo.
Si las paredes hablaran
En verano.
Córdoba, allá por el año 2000…
1
Aquel día Manuela se levantó más temprano que de costumbre y al mirarse en el espejo comprobó que tenía mal aspecto. Un mal sueño no la había dejado descansar lo suficiente y le había revelado que Antonio y ella llevaban mucho tiempo sin tener relaciones sexuales; aunque en realidad de lo que acababa de darse cuenta, era de que Antonio y ella llevaban demasiado tiempo viviendo una relación pobre en todos los aspectos. Y eso la preocupó.
Esa pronta y desganada mañana de miércoles, Manuela comenzó a arreglarse para ir al trabajo. Resignadamente estuvo un rato delante del espejo del armario probándose algunos vestidos, pero se sentía fea e indecisa.
Por más esfuerzos que hacía, con la ropa no conseguía camuflar las ojeras.
Concluyó la tarea vistiendo por cuarta vez en la semana el pantalón negro que al menos le aseguraba comodidad.
Manuela era morena y llevaba el cabello largo, casi siempre recogido con un pasador de cuero que le regaló Lola en su treinta cumpleaños.
Se ganaba la vida dando clases como profesora en un instituto del barrio del Sector Sur y siempre le había encantado su trabajo. Le apasionaba el mundo adolescente, en el que se mezclaba la inocencia y la crueldad en un estado puro.
Si las paredes hablaran
Pero Manuela estaba atravesando una época en la que hacía tiempo que se sentía débil, y su pasión se tornaba en miedo a no estar a la altura de las circunstancias.
Llegó al instituto y al entrar en clase, el calor humano, las risas tempranas y el olor a chicle de fresa, le revolvieron el estómago.
Uno de los alumnos mientras buscaba su silla, comentó en voz alta:
– Hoy la seño trae mala cara-. Y alguien con ironía preguntó:
– ¿Es que te ha dejado el novio, seño?-. Y otro entre risas dijo:
– Es que ayer no se la metieron…
Casi todo el mundo rió la ocurrencia y Manuela tuvo que tragar saliva para guardar la compostura y poner orden.
A veces ese grupo joven aparecía ante sus ojos con una frescura que le inyectaba fuerza. Pero hacía algún tiempo que veía en ellos pequeños monstruos crueles e ignorantes que tenían la habilidad de acertar en la llaga que más dolía.
Al finalizar la mañana tropezó en el pasillo con Jesús, que a pesar de ser uno de sus alumnos más alborotadores, se comportaba de forma muy distinta cuando estaba solo. Al pasar junto a ella le sonrió tímidamente.
Manuela en ese momento de su vida se sentía sola e incapaz de enfrentar los problemas. Tenía la autoestima por los suelos y ante cualquier situación se situaba en la impotencia. Alguna vez se había sorprendido buscando compañía entre el alumnado, y se daba cuenta que hacía mucho tiempo que se sentía sola y no daba la talla en su trabajo.
Cuando llegó a casa, llamó a Lola en un desesperado intento de encontrar una tabla salvavidas.
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