Aquella mañana Manuela se levantó peor aún que el día anterior.
Se vistió; y por inercia que no por ganas, tomó café. Recordó que la menstruación estaba a punto de aparecer periódica una vez más, y tristemente se consoló culpándola de su malestar.
Llegó a clase otro día más y odió la felicidad tempranera de una juventud despreocupada. Les mandó trabajo con la intención de evadirse, pero fue imposible.
El grupo de Marta no hacía más que reír y alborotar al resto. Jesús como casi siempre estaba esa mañana revuelto. No hacía más que contar pésimos chistes y tirar del pelo a Marta, que se revolvía nerviosa en su asiento hasta que se levantaba para darle una bofetada…
Cuando Manuela alzaba la voz para poner orden, se hacía un silencio repentino que se iba para dar paso a un barullo monótono que poco a poco iba aumentando otra vez de intensidad.
Manuela estaba nerviosa deseando que sonara el desagradable timbre, que en esos momentos iba a sonarle a música. Cuando acabó la clase, llamó a Lola de nuevo y quedaron para esa misma tarde.
Se vieron en “Casa Ramón”, una tasquita ya casi a las afueras del barrio, donde hacía fresco y olía a vino. Las sillas y las mesas eran todas de madera y antiquísimos carteles de corridas de toros poblaban las ya rancias paredes. Ramón siempre tenía atenciones con ellas, y cuando querían conversar, habitualmente quedaban en verse allí.
Ramón aun pasada con creces la edad de jubilación, era un hombre grande y corpulento. El poco cabello que le quedaba lo lucía blanco, y una profunda expresión de tristeza lo asaltaba a la mínima ocasión por más esfuerzos que hacía el hombre en agradar a su fiel clientela.
Con él vivía su hijo pequeño Felipe, que padecía la enfermedad de la esquizofrenia, y que apenas sin moverse y ocupando siempre la misma esquina del bar, parecía formar parte de la antigua decoración. Su mirada ausente que las mejores de las veces producía indiferencia, acompañaba al aire frío que siempre se respiraba en aquel lugar. A pesar de todo, era un sitio recogido que invitaba a la charla.
– …Antonio quiere que lo dejemos, -dijo Manuela con lágrimas en los ojos.
– ¡Por fin un poco de sinceridad!. ¡Ya era hora de que alguno de los dos decidiera algo!
A Manuela que buscaba compasión, no le gustó encontrar a su amiga tan imparcial y objetiva.
– Parece que te gusta y todo la idea… -le dijo desafiante.
Lola le contestó:
– No inventes Manuela, ¡abre los ojos!, lleváis mucho tiempo mal, tú misma me lo cuentas. No eres feliz, él tampoco. Creo que es lo mejor. Eres joven, guapa… No te costará trabajo encontrar otro hombre, ya lo verás…
A estas alturas de la conversación, a Manuela las lágrimas le fluían a borbotones:
– …Además… -continuaba Lola.
– Además, ¿qué?, -preguntó Manuela sonándose la nariz.
– Que no merece la pena encabezonarse con una persona, que si las cosas no van, no van.
-¡Lola no!, no vayas a empezar con la retahíla del odio al sexo masculino, ni con tu resignación porque estás sola -protestó Manuela que iba sintiéndose enfadada–. Lo que te que pasa es que siempre nos has tenido envidia…
– ¿Envidia?, Manuela por dios reacciona, -interrumpió Lola-. Puede que estén pasando cosas que tú no te has dado cuenta, o que no te has querido dar cuenta, claro.
– ¿Cosas como qué, Lola?-. La voz salía de la garganta de Manuela temblorosa y alterada, presintiendo algo peor…
– ¡Pues joder, que hay que decírtelo todo!- protestó Lola-. Suponiendo, suponiendo –recalcó-, que llevéis tiempo sin hacer el amor, puede ser que Antonio esté con otra mujer…
Manuela sintió el dolor como si se hubiera precipitado al vacío y hubiera chocado contra el suelo. Se levantó de golpe y la voz de nuevo se le quebró con las lágrimas:
– ¡Envidia, eso es lo que tienes!…
– Ssssss!…, Manuela por favor baja el tono, tranquilízate, -dijo Lola casi susurrando y mirando de reojo a su alrededor.
– Síííí -continuaba Manuela alterada-, siempre te ha dado coraje que me hayan ido bien las cosas con Antonio. ¡Nunca lo has soportado!, -decía casi chillando-. ¡Eso es lo que te pasa!, ¿o es que tú lo has visto con otra, Lola? ¿lo has visto, eh?
Lola agachó la cabeza.
– ¡Contéstame Lola!, ¿lo has visto?
Lola suspiró y clavó los ojos en los de su amiga:
– Un par de veces Manuela.
¿Qué opinas?