En la mañana del sábado Manuela despertó tarde.
Había oído a Antonio levantarse y salir, y como quería evitarlo a toda costa presurosa se vistió y aprovechó para irse a la calle.
Compró un bollo de crema y comiendo comenzó a andar sin rumbo fijo.
Sabía que tenía cosas que resolver pero era incapaz de poner en orden sus emociones.
Pensaba en Antonio y sentía coraje; recordaba a Lola con enfado sin entender por qué y pensaba en ella con una terrible sensación de estar a la deriva.
Después de la conversación que mantuvo con Lola, el único alivio que sintió Manuela al llegar a su casa, fue el de que era viernes por fin. No se movió cuando Antonio llegó a darle un beso. Ni abrió la boca cuando éste trató de entablar conversación con ella. Estaba destrozada y le venció el sueño en el sofá, acurrucada como un bebé en el seno de su madre.
El andar sin dirección la llevó a sentarse en un banco de la ribera del río, desde donde divisaba las paredes del Alcázar y el cristiano alminar de la Mezquita. Allí Antonio y ella habían hablado de amor muchas veces a la luz de la luna.
Echó la cabeza hacia atrás y cerró los ojos. Se oía el alboroto de los pájaros en las copas de los árboles y de fondo el desagradable sonido de los coches.
De repente, un ruido seco la hizo enderezarse.
O era su imaginación, o había visto a Felipe pasar ligero detrás de unos arbustos.
Desde luego todo era posible.
En el barrio casi todo el mundo conocía las anécdotas de Felipe; como la vez que se desnudó en medio de la calle, o la vez que intentó quitarse la vida.
Manuela se removió nerviosa en el asiento. No deseaba encontrárselo porque no sabía cómo relacionarse con él.
La inquietud la hizo cambiar de banco, y de nuevo pudo respirar y admirar el cielo.
Era un día de verano despejado y azul.
Cerró los ojos e intentó adivinar a partir de cuando su relación con Antonio había empezado a fallar.
Trató de pensar que conversando resolverían las diferencias, pero recordó que Antonio nunca encontraba tiempo para el diálogo. Además cuando la imagen de otra mujer irrumpía en su cabeza, el odio la dominaba por completo y hacía grandes esfuerzos por convencerse de que no necesitaba a Antonio para nada.
Lo maldecía y se maldecía ella por haber vivido todos esos años dedicada a él. Tenía la espantosa sensación de haber perdido tiempo de su vida y muchas cosas en el camino. Había perdido hasta la capacidad de imaginar que otra realidad podía ser posible.
Todo esto cavilaba Manuela, cuando se dió cuenta que oía algo parecido a un siseo y los arbustos moverse. Bajó la mirada y se encontró con Felipe, que tenía los pantalones bajados y se masturbaba sin dejar de mirarla.
Manuela se alarmó tanto, que chilló y corrió para su casa como alma que lleva el diablo; quien sabe dejando a Felipe con qué clase de pensamientos, confundido quizás, sin entender por qué la gente huía cuando él hacía lo único que le relajaba…
Al llegar y abrir la puerta, el olor del hogar le dio tal bofetada a la nariz y al alma, que Manuela con arrojo decidió a hablar con Antonio. Lo encontró preparando la comida y respiró hondo para recomponerse las fuerzas y no derrumbarse allí mismo.
Antonio con el delantal a cuadros y un trapo en la mano, removía el sofrito para el arroz. Aunque un poco culpable, se sentía aliviado después de haber planteado la separación. Se había echo el propósito de conversar y de mostrarse amable con Manuela sin saber que su secreto estaba al descubierto.
- ¡Hola preciosa!, ¿has tenido buena mañana?
A Manuela aquel trato cordial acabó por enfurecerla, y después de oír sin escuchar la plática de Antonio, dando un golpe en la mesa, lo miró directamente a los ojos y le preguntó:
- ¿Estás con otra mujer, es eso?
A Antonio aquello le pilló por sorpresa. No sabía qué decir y empezó a balbucear sin sentido una explicación. Pero Manuela lo cortó con otro furioso golpe y cabizbajo, dijo:
- Sí Manuela, pero no es solo eso…
- ¡Dios, como te odio Antonio, cómo te odio!… -y salió de su casa dando un portazo con el corazón en carne viva.
¿Qué opinas?