
Manuela era incapaz de poner en orden sus ideas. Llevaba dos o tres días sin dirigirle la palabra a Antonio retrasando en lo posible el momento de hacer frente a la situación. Cuando tropezaban por el pasillo, un montón de sensaciones incapaz de controlar asaltaban su cabeza. Entre la rabia y la indignación se preguntaba en qué había fallado. Se sentía deprimida, muy cansada, y por más que arreglaba su imagen no encontraba la manera de sentirse atractiva.
Antonio por su parte no soportaba el ambiente que se había creado. Ver tan ausente a Manuela y oírla llorar en el cuarto le hacía sentirse fatal. La perseguía por la casa para intentar hablar con ella, pero Manuela lo rehuía constantemente.
Aquel domingo llevaba casi todo el día encerrada en la sala de estar y ni siquiera había comido. Antonio que ese fin de semana había sido incapaz de quedar con Raquel -le atormentaba el sufrimiento de Manuela-, necesitaba conversar y arreglar las cosas lo más civilizadamente posible. Inquieto golpeaba la puerta insistentemente pero ella hacía oídos sordos.
– ¡No me muevo de aquí hasta que no me abras!
Manuela se resistía a contestar consciente de que estaba comportándose como una chiquilla y de que por más que quisiera, esas paredes no iban a protegerla el resto de sus días. Hubiera querido permanecer allí encerrada por siempre, aislada de la realidad que en esos momentos le pesaba como una losa.
Antonio persistía desde fuera cada vez más nervioso sin recibir respuesta. Y cuando ya estaba a punto de abandonar, oyó como suavemente se levantaba el pestillo. Un suspiro salió de su pecho y decidido empujó la puerta hacia adentro.
Cuando vio a Manuela se le enterneció el corazón. Parecía una niña pequeña asustada, vestida con su camiseta de andar por casa.
Estaba tirada en el sofá y abrazada a un cojín, con el pelo enmarañado y los ojos rojos e hinchados de llorar. Antonio se quedó contemplándola inmóvil, y un fuerte deseo de abrazarla lo empujó a sentarse a su vera.
Manuela allí permanecía quieta, cobarde para levantar la mirada y enfrentarse a lo que no quería ver. Cuando quiso darse cuenta Antonio estaba junto a ella en una actitud que la transportó a otros tiempos; fue incapaz de mirarle a los ojos sin que se le saltaran las lágrimas.
Antonio en aquel momento olvidó todo lo que tenía pensado decirle. Hacía mucho tiempo que Manuela no le provocaba ningún sentimiento y ahora era incapaz de resistirse. Alargó la mano y empezó a acariciarle el rostro.
– ¡Déjame! -dijo Manuela retirándole con rabia el brazo y tumbándose a lo largo del sofá a seguir llorando.
– Perdóname cariño, tenemos que hablar pero no así…
La culpa, la ternura, o ambas cosas juntas, hicieron que Antonio intentara una y otra vez acariciar a Manuela que seguía rechazándolo. Pero llegó un momento en que perdió la calma y chilló que ya estaba bien de hacer teatro. Zarandeó desesperado a Manuela y le dio un beso tan fuerte que le hizo daño.
Manuela que por encima de todo deseaba ser amada, se abandonó a su sentimiento y cuando quiso darse cuenta estaba respondiendo salvajemente a los besos de Antonio.
Se tocaron y se acariciaron apasionadamente.
Se besaron e hicieron el amor como nunca antes lo habían hecho; sintiendo ambos que quizás ésa, fuera su última vez.
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