Después de la patética mañana en el instituto, Manuela se paró en la taberna de Ramón a tomar una cerveza.
Temerosa, quería detener el tiempo antes de comprobar qué situación le esperaba al llegar a casa.
Era tarde y no había prácticamente nadie en el bar. Tampoco veía a Felipe en la esquina de siempre. Sólo estaba Ramón trajinando en la barra, que después de servirle la bebida, le obsequió con una tapa de salmorejo:
– Cuando se bebe, se come chiquilla…
A Manuela siempre le reconfortaban los detalles del abuelo, y ese día hasta sintió la tentación de romper a llorar. Pero haciendo de tripas corazón tragó saliva, y yéndose a su mesa preferida, sólo dijo:
– Gracias Ramón.
El hombre le contestó también con un agradecido gesto. Trataba a su clientela con especial cortesía porque sabía que mucha gente no acudía al local debido a la presencia de su hijo enfermo.
Manuela llevaba ya un rato allí sentada y no pudo evitar pensar en el trabajo. Vivía los comentarios del alumnado como algo personal. Se sentía mal especialmente con Jesús, que cuando estaba solo era tímido y respetuoso, pero que se transformaba en arrogante cuando se sentía arropado por sus compañeros. También estaba preocupada por Marta, que con mucha suerte sólo llevaría dos suspensos para septiembre. Sabía que no estaba controlando bien la situación, pero le faltaban fuerzas para tomar cartas en el asunto, asumir el final de su vida en pareja y crearse nuevas expectativas. Sentía que todo se derrumbaba a su alrededor.
Si las paredes hablaran
Cuando se dio cuenta no había nadie en el local. Miró el reloj y vio que llevaba más de una hora delante de una cerveza hacía ya rato vacía.
Se levantó decidida para irse, pero notó una revolución de movimientos en su interior y se dirigió al cuarto de baño para comprobar si por fin le había bajado la regla.
Cuando abrió la puerta y encendió la luz, Manuela se quedó paralizada. Encontró a Felipe sentado en un rincón del suelo junto a la taza del vater. Estaba inmóvil, acurrucado sobre sí mismo y con la cabeza escondida. Después del momento de turbación, Manuela reaccionó y flojito comenzó a llamarlo por su nombre. Pero como Felipe no se movía, corrió a avisar a Ramón.
Una profunda oscuridad ensombreció la cara del viejo, que contemplando a su hijo rompió a llorar:
-Por dios que yo no sé qué hacer, que yo ya no puedo con esto –decía-, creo que no se está tomando las medicinas y me da miedo preguntarle.
El otro día me lo trajo otra vez la policía, me dijeron que habían llamado por teléfono avisando que estaba molestando a la gente en el río, fíjate…-, y se sentó en una banqueta sosteniendo su cabeza pesarosa entre las manos.
Manuela evitó decirle que ella también lo había visto, y con ademanes cariñosos, dudaba entre marcharse o quedarse. Pero Ramón le apremió a que se fuera con un gesto de brazo, y ella recogiendo sus cosas lentamente se marchó con la sensación de que dejaba algo allí.
Si las paredes hablaran
A Manuela Ramón le provocaba compasión y mucha ternura, sobre todo cuando con gran tristeza se preguntaba qué sería de su hijo cuando él faltara, quien lo cuidaría o quien saldría a la calle a buscarlo…
Manuela camino de su casa sintió que la vida era injusta, y se dio cuenta que se había marchado sin pagar la cerveza.
Cuando llegó al portal, suspiró deseando que lo que pasó entre Antonio y ella la noche anterior no fuera el preludio de la despedida. Y cruzó los dedos para que estuviera arriba.
Pero llegó y no había nadie. Se duchó esperándolo, y esperándolo cenó. Despertó cerca de las cuatro de la madrugada con la televisión encendida tumbada en el sofá.
No había rastros de Antonio por ningún lado y se fué a dormir a una cama vacía y sola.
Como vacío y solo sentía su corazón.
¿Qué opinas?