Francisco era un joven guapo, con el cabello negro y ondulado, una piel tan morena que a veces le había causado problemas, y unos ojos claros de color indefinido que miraban arrogantes al mundo. Era eso lo primero que engatusaba a las féminas.
Pero Francisco también tenía su identidad marcada por vivir en el “Polígono” y había decidido sentirse orgulloso. Antes de aguantar alguna mirada rival o algún comentario que él considerara impertinente, desafiaba a quien se le pusiera por delante para defender lo suyo. Además algo cambió dentro de él cuando murió su madre hacía ya casi cinco años. Abandonó definitivamente los estudios y prácticamente se dedicó a vivir en la calle. Lo que al principio fue un coqueteo con las drogas, poco a poco se había ido convirtiendo en una práctica cada vez más habitual, de la que además sacaba beneficio económico.
Su padre viudo, al que la situación le había sorprendido y superado, evadiéndose de los problemas, se dedicó por entero a su negocio y a tomar medios de vino cuando salía de éste. Hacía la vista gorda cuando veía a su hijo colocado y cuando le faltaba dinero de la caja fuerte.
A Francisco lo dominaban el dolor y la rabia. Por las noches cuando estaba solo y el «vacilón» se lo permitía, recordaba el dolor de su madre cuando encontró a su hermano muerto por sobredosis de heroína; sabía que no era ese el camino que quería seguir. Pero no tenía la más mínima idea de qué hacer con su vida, y en esos momentos volvía a su memoria el día en que ella se fue para siempre; y con especial cariño el recuerdo de lo que vivió la mañana después:
…Quedaba todavía mucha gente en la casa y su padre había ido con el tío a la funeraria. No recuerda en qué momento terminó chillando y diciéndole a todo el mundo que se marcharan y lo dejaran en paz. La gente desapareció entre ofendida y preocupada, y Francisco pudo tumbarse tranquilo. Cuando le estaba venciendo el sueño, llamaron a la puerta.
Pensó que sería su familia, pero al abrir se sorprendió al ver a Juani, la del tercero.
Juana había perdido a sus padres en un accidente de coche cuando recién había cumplido los doce años, y al enterarse de la muerte de la vecina, lo primero que sintió fue el desamparo de Francisco. Así que bajó las escaleras decidida, sin importarle los malintencionados comentarios que siempre acompañaban a su persona.
Quería dar a la familia su pésame sincero y ofrecerse para cualquier cosa que fuera necesaria.
En el barrio casi todo el mundo criticaba a “la Juana”. Se rumoreaba que era una mujer de mala vida. Vivía sola, se vestía muy ceñida con trapos de colores, y se peinaba y se maquillaba sin recato ninguno. Siempre andaba con unos tacones altos que repiqueteaban por todo el bloque, y aunque todo esto era evidente, lo cierto es que era un misterio lo que rodeaba a aquella mujer.
Francisco cuando oía a su madre y a las vecinas hablar de Juani, pensaba que puta o no, él disfrutaba mirándola y hablando con ella; por muchas cosas era una mujer distinta a todas las que él conocía.
– Hola guapo –recuerda que le dijo-, siento mucho lo de tu madre, lo siento de verdad aunque ella no me tuviera aprecio, lo siento por ti sobre todo… si necesitas algo, estoy arriba, ¿tú cómo estás corazón?, no tienes buena cara…
Juana lo miraba tiernamente a los ojos y él la vio más guapa que nunca. Intentó decir algo para invitarla a entrar, pero un nudo se le atravesó en la garganta y sólo alcanzó a hacerle un gesto antes de romper a llorar.
Cuando Juana vio derramarse en lágrimas a Francisco, se vio a sí misma hacía años y se le enterneció el corazón. Se acercó a él y lo abrazó fuerte, deseando consolar con ese abrazo las penas del muchacho y las suyas propias. Y así estuvieron un buen rato.
Francisco como un chiquillo gemía desconsolado la muerte de su madre, y con el vaivén sereno del cuerpo que lo mecía, poco a poco se fue tranquilizando y su respiración volviendo calma…
Cuando el joven tomó conciencia de la situación, vio que estaban recostados en el sofá y que su cara rozaba los pechos de la mujer que le estaba dando sosiego. Un escote generoso hizo que fuera incapaz de separar la cara de esa preciosa cuna que lo acogía gustosa. Se abrazó a Juani más fuerte y comenzó a tocarla.
Ella se enderezó:
– ¡Oye, que una no es de piedra!…
Pero Francisco hizo oídos sordos y siguió refregándose, hasta que Juani se rindió y le ofreció sus pechos sin resistencia. Después de chuparlos y saborearlos, una mano de Francisco ansiosa y disimulada, comenzó a deslizarse por debajo de la falda…
Juani frenó:
– Espera déjame a mí.
Se desnudó y le desabrochó el pantalón, y tumbándolo en la cama, le ofreció su sexo para que lo probara, mientras ella se dedicó a chupar una verga dura y ávida, que fue lamiendo en su boca como un dulce caramelo.
Y así se disfrutaron hasta que llegaron al orgasmo prácticamente al unísono.
Francisco ya sereno, contempló con dulzura a esa mujer que le había hecho derramarse de gusto; al igual que antes había derramado sobre ella sus penas amargas.
Pasó un rato, hasta que Juana se levantó y se vistió.
Dándole a Francisco un beso en la mejilla y guiñándole un ojo, le dijo:
– Adiós guapo, si necesitas algo ya sabes donde encontrarme…
Y Francisco la vio irse como siempre.
Muy derecha y moviendo el culo, como si con el meneo pudiera estirar su minúscula falda.
Desde aquel día y aunque se entretenía con otras mujeres, Francisco no pudo quitar a Juana de sus pensamientos.
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