Rafaela no distinguía si fue su infancia o su juventud la que estuvo marcada por las humillaciones; piensa que la vida arrasó esas etapas, y se esfumaron para dejarle paso a una eterna agonía salpicada solo a veces, por fugaces destellos de felicidad.
Nació en una familia que trabajaba la tierra, y cuando tuvo la edad la prepararon para servir en casa del patrón, como correspondía a las niñas de su clase social.
Rafaela recuerda como si fuera ayer las miradas obscenas del señorito, maldito por siempre, y el miedo que sentía cuando sus manos suaves la tocaban a escondidas por los rincones.
A sangre y fuego tiene grabada aquella tarde maldita también, cuando apenas había estrenado eso de ser mujer y el patrón la arrastró a una habitación.
Todavía siente el olor a humedad y el frío de aquellas paredes vacías, y la voz cruel ordenándole que se arrodillara.
Recuerda las náuseas que sintió cuando le condujo la cabeza hacia su verga y se la introdujo en la boca.
Y como le dolió cuando la tumbó y la embistió como hacían los perros, emitiendo unos sonidos extraños y desconocidos para ella.
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Aquella fue la primera vez pero vinieron muchas más, y Rafaela no sabía dónde esconder tanta repugnancia.
También vino un bebé que el destino se empeñó en que fuera otra puñalada a esa niña, que parecía haber nacido para satisfacer frustraciones ajenas; porque la señora del señor no se quedaba encinta.
Y cuando Rafaela parió a su hijito, una tarde, otra maldita tarde, le ordenaron ir a la calle a comprar leche.
La chiquilla inocente volvió a sufrir otra conspiración del demonio, porque cuando regresó de la compra, los señores habían desaparecido llevándose a su pequeño.
Nunca más volvió a saber de ellos.
Rafaela entonces se sumió en una profunda soledad y desazón de la que nada ni nadie era capaz de sacarla.
Odió la vida con todas sus fuerzas y a sus padres por la maldita resignación.
Odió tanto que gastó la ira hasta olvidarse de ella, para rendirse a un vacío desierto hasta de melancolía.
Andaba sucia y despeinada, apenas comía y hablaba sólo con los animales, a los que acariciaba mecánica y eternamente mirando al infinito de su desgracia.
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Sus padres que lograron vivir con un poco de dignidad al desaparecer los señores, se apropiaron de unas cuantas fanegas de tierra para su exclusivo uso y se encargaron de unos pocos animales.
Tuvieron tiempo de preocuparse por su hija, e intentaron sin éxito todo lo que se les ocurrió para sacarla de su ensimismamiento. Pero fue inútil.
Como último recurso, su padre pensó que a Rafaela lo que le hacía falta era un buen hombre que la ayudara a olvidar, y apareció Fernando.
Fernando estuvo mucho tiempo esperando que Rafaela reaccionara; pero se cansó de tener paciencia y de intentar entender sus rarezas.
Se cansó de hablar con las paredes y de no saber qué hacer por las mañanas con su falo duro.
Así que un día, desesperado y furioso, cogió a la mujer por las muñecas, la tiró en la cama y le «hizo el amor» con ansia. Así acostumbró a hacerlo.
Hasta que una tarde de lluvia aprovechando el temporal, Rafaela huyó de lo que hasta entonces había sido su hogar y nadie de los alrededores volvió a verla nunca. Se fue y sin ella saberlo, llevaba en sus entrañas otra criatura…
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