Lola y Vicenta salieron para casa de Almudena antes de que el sol cordobés hiciera imposible el camino sin agonizar. Llevaban comida para calentar, pan, fruta y dulces.
Almudena vivía más allá de “el Cerro”, y era conocida porque siempre se había ganado la vida de aquí para allá, vendiendo turrones -o lo que fuera-, en una furgoneta.
Lola y Vicenta tenían que atravesar el arrabal casi por completo.
Conforme iban subiendo, el barrio con sus casas y sus gentes aparecían más deteriorados. Había tramos de calle sin asfaltar y mucha basura por todas partes. A pesar de la escasa distancia con su casa, Lola no recuerda haberse adentrado nunca por esos lugares, y conforme avanzaba la acompañaba una constante sensación de inseguridad. Al doblar una esquina Lola se sobresaltó; casi choca con un hombre que parecía joven, estaba excesivamente delgado y sucio. Olía mal. El hombre continuó andando y Lola se volvió para verlo alejarse despacio, ausente de la vida y manteniéndose erguido únicamente por la ley de la gravedad.
Entonces vio a otro hombre de las mismas características. Volvió su mirada hacia adelante y casi tropieza con otra persona. Esta vez era una mujer. Lola serenó un poco el paso para digerir lo que estaba viendo; esas personas de repente salían como fantasmas de rincones ocultos.
Entonces vio la furgoneta a donde se dirigían.
– ¿Qué pasa, a dónde van? -preguntó Lola, entre alarmada y sorprendida.
– Es una asociación creo, reparten jeringuillas a los yonquis para que no se contagien de sida. Creo que también les dan un bocata y metadona, algo de eso he oído…
– ¡Aah!, -dijo Lola cavilando con la cabeza baja.
Cuando llegaron a la manzana donde vivía Almudena, Lola no daba crédito.
Los porteros automáticos de los portales estaban arrancados de cuajo. Había basura y porquería por los rincones, tabiques pintados con spray, y esquinas donde el blanco de las paredes estaba de color negro como de haber ardido. Miraba para todas partes alerta, pero no conseguía ver nada que pudiera alterar la calma que se respiraba a esas horas de la mañana.
Capítulo 33
El portal de Almudena, parecía que se había librado de la barbarie. Los porterillos estaban en su sitio; pero no funcionaban.
Después de estar un rato esperando sin resultado que alguien saliera para poder entrar, decidieron dar voces. Al decir el nombre de Almudena, apareció su marido por una ventana y les tiró unas llaves. Abrieron y subieron. Y cuando llegaron arriba se cruzaron con el hombre que bajaba, y que les respondió al saludo con un sonido y un movimiento de cara.
A Lola “Fale” siempre le había provocado inquietud. Las pocas veces que había hecho algún negocio con ellos, había tratado con Almudena; el marido con la cara escondida tras su barba negra y espesa y su silencio turbador, le producían inquietud.
– ¿Qué pasa Almudena, cómo estás? -dijo Vicenta.
– Pues mal hija, sin poder moverme…
Estuvieron un rato charlando. Entre otras cosas, Almudena les contó que “Fale”se iba a trabajar por la mañana y se paraba en el bar a tomar unas copas. Llegaba a las tantas y ella se pasaba casi todo el día sola. No contaba las reacciones violentas de “Fale” cuando alguna vez se atrevía a contradecirle en algo.
También comentó el detalle que una vecina había hablado con la “asistenta social” para que le mandara una mujer que le ayudara.
– ¡Ya ves!, “pá ná” –aclaraba Almudena-, porque a mi “Fale” no le gustan las visitas, él no va a querer a nadie aquí ni aunque venga para ayudar, eso te lo digo yo.
La mujer se quejaba de cómo estaba la casa de sucia y desordenada.
– …Y ya mismo viene de fin de semana mi hijo el que está en prisión, ¡ya ves tú!, y yo sin poder prepararle una comida en condiciones, no se cómo nos las vamos a apañar…
Después de un rato, las vecinas se despidieron de Almudena, y volvieron a recorrer de vuelta el camino a casa.
Lola pensativa, observó a un grupo de mujeres jóvenes que se movían cargadas de chiquillería.
Y muy cerca otro grupo, hombres sentados y tomando el sol, fumaban y charlaban tranquilamente…
¿Qué opinas?