
Aquella noche Lola no durmió bien.
Inquieta pensó en una vida gris como la de Almudena, pensó en Ramón, en Felipe, en su hija Marta que parecía distinta… Y también recordó a su amiga Manuela, que hacía tiempo que no daba señales de vida.
Por la tarde se dirigió a ver a Rafaela, su madre. Últimamente los encuentros con ella le removían sentimientos y no podía dejar de recordar su propia adolescencia.
Lola llevaba mucho tiempo intentando no parecerse a Rafaela.
La culpaba de sus dificultades amorosas por no haberle proporcionado una figura paterna, pero sobre todo la culpaba de no querer hablar de ello. Le costaba trabajo perdonar el que su madre nunca se hubiera atrevido a rehacer su vida. Le hubiera encantado tener un papá aunque no hubiese sido el suyo propio, pero ella y tía Mercedes parecían no necesitar a nadie más.
Y es que Rafaela siempre había callado cuando su hija le había preguntado por esas cuestiones. Siempre había temido la reacción de Lola cuando se enterara de que no fue concebida con amor. Tampoco se había atrevido a hablar de cómo conoció a Mercedes, de cómo se ayudaron la una a la otra y de cómo se amaron locamente durante toda una vida de supervivencia.
Pero Rafaela pensaba que quizás había llegado ya el momento de sincerarse con Lola, con el mundo y con ella misma.
Le producía un miedo terrible hablar, pero por primera vez en su vida se había dado cuenta de que quizás había sido egoísta y cobarde con su actitud. Su nieta Marta le había abierto los ojos cuestionándole tantos secretos encubiertos.
La curiosidad y el interés que mostró el otro día cuando ella la aproximaba ligeramente a la historia de sus vidas, hizo a Rafaela darse cuenta de que su hija tenía que conocer su origen y el por qué de tantas cosas.
Desde entonces está temiendo el encuentro, y lleva toda la mañana con diarrea…

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