
Marta estaba escuchando música cuando Lola llegó y se encerró dando un portazo. Adivinó entonces que la abuela había hablado con ella al fin.
Muy despacito se acercó al dormitorio y la oyó llorar como ella nunca había oído llorar a nadie, parecía un animalillo acorralado. Era un llanto seco, amargo y profundo. Marta no sabía que hacer. Por momentos se retiraba de la puerta pensando que era mejor dejarla sola, pero volvía a acercarse una y otra vez indecisa; su madre parecía no tener fin.
Entonces se le ocurrió esa noche preparar la cena. Se dirigió a la cocina, y más con imaginación que con conocimiento, preparó una sopa que alimentara las entrañas abiertas de su madre.
…Lola aquella mañana se levantó más aliviada, pero las lágrimas volvieron a fluir involuntarias cuando su cara tropezó con el espejo del cuarto de baño. Sentía como si su corazón hubiera estado aprisionado y de repente le hubieran soltado amarras. Muchos secretos desvelados de golpe, demasiados sentimientos contradictorios uno detrás de otro. Culpa y perdón, rabia, comprensión, amor y odio…
Todo se había unido por fin para dejar que Lola digiriera lo que siempre había anhelado conocer.
Estuvo rebuscando y encontró un álbum de fotos; lo guardó por si tenía posibilidad de visionarlo en la panadería.
Necesitaba revivir su infancia y mirarla con esos nuevos ojos que le acababan de nacer.
Cuando fue a desayunar vió la olla con la sopa que Marta había preparado la noche anterior. Volvieron sus ojos a empañarse de lágrimas y fue al cuarto de su hija a darle un beso. La vio dormir ajena a todo, parecía estar aprovechando plácidamente el descanso hasta el final.
Pero Marta ya estaba despierta.
Había oído a su madre levantarse y desde la cama había seguido preocupada todos sus pasos.
Pero como no sabía qué decirle ni cómo actuar, había decidido hacerse la dormida…

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