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Por más tiempo que pase, nunca olvidaré aquel verano.
Mi tradicional carrera de ejemplar estudiante se vio manchada por un borrón de tres asignaturas suspensas para septiembre. Fui castigada sin piedad ni clemencia ninguna.
Por más que me empeñé mi madre hizo oídos sordos a mis enfados y acusaciones, y mantuvo la idea del viaje hasta el final; marchó con Carlos mi profesor de historia, dejándome sola con el peso de la responsabilidad por primera vez en mi vida.
Para resolver mi soledad veraniega inventé una solución que sin pretenderlo se convirtió en algo que me hizo madurar. Le pedí a la abuela que viniera a vivir conmigo durante ese tiempo. De primeras se negó en rotundo, cuestionándome si era consciente de lo que le estaba proponiendo.
Pero yo no estaba preparada para vivir otra derrota, y me empeñé con tanta paciencia y cabezonería, que al final conseguí que la abuela sucumbiera a mis carantoñas.
Resultaron unos meses inolvidables, en los que no pude dejar de aprender y de sorprenderme con ella.
Descubrí el placer del estudio y del conocimiento, y sobre todo, aprendí de mi abuela la capacidad de reponerme al dolor.
Pero lo que con más mimo guarda mi memoria son los momentos íntimos del aseo, que al principio viví con inseguridad y vergüenza, pero que acabaron resultando para ambas un ejercicio de cariño y humildad.
Mi madre llamaba de vez en cuando para contarnos los lugares de sus viajes, y creo que sin darse cuenta, para ir poniéndome en sobre aviso de que ya nada iba a ser como antes.
Nunca la ví tan guapa como cuando regresó de aquellas largas y ahora sé que merecidas vacaciones.
De septiembre recuerdo que realicé mis exámenes con el convencimiento de que aprobaría, y con la impaciencia casi infantil de la abuela por volver a la residencia.
Además Manuela después de mucho tiempo, llamó por teléfono a casa. No sabía nada de ella desde el último día de curso en el que me enfadé cuando me habló de Francisco, de sexo y de drogas. Y aunque entonces ni siquiera pasó por mi cabeza, hoy me es grato el recuerdo de aquella conversación.
De forma nítida puedo visualizar la tarde que preparamos el equipaje de la abuela y decidimos tomar algo en una terracita de la Plaza del Potro, antes de acompañarla a su hogar. Serían cerca de las ocho de la tarde y todavía el asfalto emanaba el calor acumulado de la estival jornada.
Llamamos a Manuela, que apareció poco después de que nosotras llegáramos. Estaba distinta, se había cortado y teñido el pelo. Parecía más alta, pero me fijé y no llevaba tacones. En ese instante tuve la sensación de que los astros y las energías habían decidido hacer un complot para favorecernos a las cuatro.
Mi madre nos estuvo contando aventurillas de su viaje y los planes que tenía con Carlos. Emanaba tanta felicidad, que a ratos me parecía estar oyendo a una desconocida. Manuela contó que se había mudado de casa y algo que a mí por aquellos entonces me resultaba desconocido, estaba de terapia sicológica.
Aquella tarde fue una tarde de bromas, de confesiones y de risas entre las cuatro.
Si las paredes hablaran
Pero fue la abuela la que aquel día acabó de sorprenderme. A mí y a todas:
– Vámonos ya, que quiero ver quien queda vivo por allí… –dijo imponiéndose para ir a la residencia.
Y como si tuviera relación con lo que acababa de decir, la abuela mirando a mi madre de reojo mientras ésta pedía la cuenta, continuó:
– …antes de morir Mercedes me dio una dirección porque había averiguado donde vive tu hermano…
Y haciendo el ademán de levantarse y dejándonos a las tres con la boca abierta, instó impaciente:
– Por favor, ¿nos vamos ya?

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