
Me pregunto cuándo se torció todo.
No me ha quedado otra que reflexionar sobre mi vida y va a estallarme la cabeza.
Consecuencias
Nací en una familia humilde donde no nos faltó nunca de nada.
Mis padres Trinidad y Bartolo regentaban una tienda de comestibles en la barriada de la Macarena, en Sevilla.
Yo era el más pequeño de los tres y el único niño, Bartolo como mi padre.
Recuerdo a mis hermanas Trinidad y Mercedes siempre juntas, quejándose de tener que repartirse las tareas domésticas…”pues ya no es tan niño”, decían.
Pero yo, bajo la complacencia de mi madre y la omisión de mi padre hacía lo que me venía en gana. Cuando me empeñaba en algo, dejaba de comer hasta conseguirlo. Fui un niño mimado, poco tuve que esforzarme por hacer méritos para cualquier cosa, siempre aproveché mi situación en la familia.
Cuando viví la adolescencia gocé de una impunidad que jamás habían conocido mis hermanas, nunca tuve problemas de horarios ni de aficiones, y por supuesto, nunca atendí obligaciones domésticas, todo me lo daban hecho.
El único indicio de desconfianza que tuve por parte de mi madre, fue que le dio por oler mi ropa antes de poner la lavadora; pero fue mi padre el que puso las cosas en su sitio y un día, pasándome la mano sobre el hombro me insistió en que cogiera un cigarro de su cajetilla, y fumamos juntos.
Al poco falleció, y yo sin comerlo ni beberlo me convertí en el cabeza de familia “siendo un renacuajo”, como decían mis hermanas. Entonces ellas, aparte de las labores de la casa se dedicaron a buscar novio. La primera en conseguirlo fue Trinidad; Merche no tardó mucho más.
Para acompañar a mi madre comencé a pasar los días enteros en la tienda y me encargué de nuestro modesto comercio; estaba cara al público, iba a los almacenes, llevaba la contabilidad, hice inventario de los productos, informaticé los precios, y hasta el local parecía más grande cuando pinté las paredes ocre de blanco luminoso. Menos limpiar lo hacía todo. Establecí un horario que me permitía descansar el fin de semana y busqué un sustituto para esos días; mientras mi madre se ocupaba de mis necesidades básicas, que para eso era su ojito derecho.

Me dediqué a vivir a cuerpo de rey. Pensé que cumplía perfectamente mis obligaciones filiales porque las cuentas del negocio iban de bien a mejor, así que vivía despreocupado, con una actitud ordenada de día y desordenada por las noches, sobre todo los fines de semana.
Así estuve años, sin pensar nada más que en pasarlo bien, sin más quehacer que la tienda y sin más preocupación que la de mi madre que me atosigaba con formar una familia.
Pero algo empezó a enturbiar esa cotidiana calma y yo no estaba preparado para las adversidades.
Consecuencias
Mis hermanas comenzaron a hacer comentarios despectivos sobre mi persona y se referían a mí como el pequeño gran jefe. La primera en descolocarme fue Trinidad, que le dio por decir que lo que yo quería era heredar el negocio. Y después fue Mercedes la que apareció lanzando indirectas con un odio y un desprecio excesivos.
Sinceramente nunca me había parado a pensar sobre la cuestión de la herencia. Mis hermanas se habían desentendido del comercio y de la casa materna, habían formado su propio hogar, y nadie les había echado nada en cara por liberarse de ataduras familiares.
Pero de la noche a la mañana las hermanas que me habían cuidado desde niño, se convirtieron en unas extrañas para mí. Sentía sus atenciones y sus sonrisas falsas, como si lo único que quisieran fuera manejarme a su antojo.
Una tarde de descanso desahogándome con el farmacéutico, mi compañero de andanzas, me di cuenta que no había prestado atención a mis cuñados, y entonces como las piezas de un puzle todo comenzó a encajar en un plan para mí maquiavélico.
En mi descuidada vida no había caído en la cuenta que Trinidad acababa de darme un sobrino y Mercedes estaba en su tercer mes de embarazo; y que mis cuñados estaban en paro.
Sin pretenderlo me había convertido en el único sostén de una familia en aumento y en objeto de envidia; me vi envuelto en problemas ajenos que truncaron mi anárquica vida.
Ahora que es tarde para muchas cosas, entiendo que mi familia estuviera viviendo momentos duros. Supongo que no fue fácil para ellos aceptar mi obligada generosidad, pero yo entonces era incapaz de ver nada más allá de mi limitado horizonte.

En aquellos tiempos yo andaba en amores con Rocío, una madre soltera que había superado el abandono de su marido y sólo quería pasarlo bien. Nos amábamos si nos encontrábamos, era guapa, muy divertida y para mí un lujo tropezarme con ella.
No nos pedíamos nada y disfrutábamos de nuestros encuentros, puedo decir que con ella fui feliz.
Mi madre continuaba en su empeño de que formara una familia, y yo que contemplaba el torbellino de preocupaciones en que se había convertido la vida de mis hermanas, no encontraba motivo alguno para cargarme de responsabilidades.
Mis hermanas vieron en Rocío una amenaza para sus objetivos familiares y se encargaron de que llegara a oídos de mi madre mi relación con ella; cada vez que tenían oportunidad ensuciaban su nombre diciendo que sólo quería un padre y un futuro para su niña.
Nada más lejos de la realidad.
Entre Rocío y yo todo era una balsa hasta que ocurrió un casual acercamiento a mi familia. Pasó por la tienda a recogerme para ir a una fiesta de cumpleaños, con la mala suerte de que estaba allí mi hermana mayor con su marido.
Rocío no quería saber nada de mi familia. Solucionaba las dificultades proponiéndome marcharnos del barrio y empezar de cero, nada de conflictos; pero yo no estaba dispuesto a renunciar a la tienda así como así y ponía mil excusas posponiendo cualquier iniciativa. Cosa de la que me arrepiento enormemente, porque Rocío se fue distanciando de mí y cuando quise reaccionar fue demasiado tarde.
Consecuencias
Dicen que no hay mal que cien años dure y apareció Remedios haciendo honor a su nombre, y para escribir la crónica negra de ésta mi triste mi vida.
En la barriada éramos una gran familia. Reme era sobrina de la vecina Petra y llegó al bloque para ayudarla durante el tiempo que estuvo la mujer recuperándose de la operación de cadera que acababan de hacerle.
A mi madre le encantó; era guapa, limpia, buena, simpática y siempre estaba dispuesta a complacer, decía cuando hablaba de ella.
Cuando la conocí a mí no me gustó tanto. Era todo eso que decía mi madre y se llevaba bien con mis hermanas, pero me aburría enormemente en su compañía. El caso que nos cruzábamos por las escaleras y en el portal, y o estaba en casa acompañando a mi madre o en la tienda charlando con mis hermanas. Y por una cosa o por otra, siempre me veía en la tesitura de acompañarla a donde fuera. La chica parecía encantada.
Durante un tiempo eché mucho de menos la complicidad que tenía con Rocío y nuestros planes de futuro que nunca tomé en serio. La llamé en varias ocasiones pero ella no quiso saber nada de mí, ni de la tienda ni de mis hermanas, ni de mi madre ni de mis cuñados. Además se enteró que Remedios me rondaba y colgaba el teléfono echa una furia.
Se terminó para mí soñar lejos del barrio y de la tienda.
El caso que tras las rotundas negativas de Rocío intenté agradar a Remedios.
Y entonces era yo el que se ofrecía a acompañarla bajo la complaciente mirada de todas, de mis hermanas, de mi madre y hasta de su tía Petra. No tardamos en intimar, y más pronto que tarde entre emocionada y temerosa un día me dijo que estaba embarazada. Ironías de la vida, yo huyendo de responsabilidades y me encontré encadenado para siempre.

Literalmente mi reacción fue la de echarme las manos a la cabeza; sólo con insinuar la posibilidad de no tener al bebé Reme rompía a llorar como una magdalena, así que desistí de la idea que a mi madre tampoco le agradaría.
Cedí a hacer turnos en la tienda con mis hermanas y mis cuñados y eso me generó una inseguridad increíble, perdí todo mi poder; querían hacer reformas y que nos trasladáramos a un local más grande, y empecé a odiar a mi familia.
Muchos cambios ajenos a mi voluntad llegaron sin pedirme permiso y sobrepasado por las circunstancias reaccioné enfadándome con la vida; todo me molestaba. La situación me estaba superando, a mí que siempre me lo habían dado todo hecho y que me complacían por no contrariarme.
Ni la presencia de Remedios que vino a vivir con nosotros me consolaba; al contrario, me producía rechazo su barriga cada vez más gorda. Remedios se ocupaba de la casa, de la comida, de mi madre y de la tía Petra que estaban cada vez mayores. Un día me dijo que le encantaría acompañarme a la tienda para relajarse un poco y yo reaccioné hecho un basilisco. Lo que me faltaba allí era Remedios también dando su opinión y aliándose con mis hermanas.
Le dije que no la quería cerca y que se ocupara de sus obligaciones.
Reme acabó llorando.
Ahora me doy cuenta que jamás la traté con afecto a pesar de que se desvivía por halagarme. La despreciaba y era ella la que soportaba todas mis frustraciones, la única a la que me atrevía a enfrentarme.
Entonces ni siquiera le di importancia, pero ahora recuerdo la primera vez que Remedios huyó de mí.
El parto había ido bien y nació la pequeña Catalina. Yo andaba como loco por mantener relaciones sexuales con mi mujer, pero Reme no me quería a su lado.
El día a día en ese negocio en el que ya no era el rey, se me hacía una cuesta imposible de escalar. Y después de alguna discusión con mis hermanas, llegar a casa y ver a Remedios en el estado tan patético en el que se sumió después del parto, me producía una irritación increíble.
Remedios se pasaba las noches en vela. Le había dado por dormir en una cama junto a la niña y se dedicaba a darle el pecho y a llorar al lado de la cuna. Así estuvo prácticamente un mes. Había encontrado en Catalina un consuelo para sopesar la frialdad de vivir conmigo.
Cuando yo buscaba algo de acercamiento ella se encerraba en la habitación echando el cerrojo. Hasta que un día me harté de sus desplantes y forcé la puerta del cuarto. La hice mía en aquel dormitorio que olía a colonia de bebé.

Cuando terminé de saciar mi hambre, el llanto de Remedios se mezcló con el de la pequeña Catalina.
Al día siguiente Reme desapareció con la bebé.
Por la tía Petra supe que se había marchado con sus padres a Granada. Mi madre lloraba sin consuelo, y entre las dos mujeres me convencieron para que fuera a buscarlas.
No tuve que esforzarme para conseguir que volvieran, Remedios estaba enamorada de mí y deseando que las cosas fueran bien. Yo estaba arrepentido de lo que había pasado por todo lo que había supuesto, pero sinceramente no creía que hubiera sido tan grave.
Ahora me doy cuenta que no estuvo bien lo que hice, pero mi estúpido ego me cegaba y era incapaz de ver las cosas con claridad. Quizás si Remedios no me hubiera perdonado esa primera vez, todo hubiera sido de otra manera.
Después de aquel suceso Remedios estaba conmigo más complaciente e intentaba molestarme lo menos posible, pero yo la sentía más lejos que nunca. Siempre estaba insatisfecho con ella, no concebía que no se separara de la niña y me molestaba cada vez que la encontraba con Catalina en brazos o cuando le daba el pecho. Aunque estuviera la casa limpia y la comida hecha, aunque estuviera de tertulia con mi madre y la tía Petra, aunque estuviera preparando la comida para la niña, siempre le hablaba mal y desconfiaba de su docilidad.
En una rutina se convirtió el marcharse a Granada huyendo de mi desprecio. El rechazo de su familia hacia mí cada vez era más evidente y a ella le costaba más trabajo volver conmigo; pero siempre lo hacía cada vez con la cabeza más baja.
Alguna vez con lágrimas en los ojos me preguntó qué quería de ella. Pobre infeliz, ni supe contestarle entonces ni se contestar ahora. Sinceramente me pregunto si alguna vez la quise; nunca provocó en mí ese cosquilleo en el estómago que sentía con Rocío.
Consecuencias
Lo cierto es que la realidad en la que me vi envuelto me superó. No me habían enseñado a tolerar la frustración y me ahogaba en un vaso de agua. No era capaz de disfrutar de nada, ni de mi mujer ni de mi hija a la que vivía como un incordio, ni del negocio que había logrado remontar tras la muerte de mi padre y con el que vivíamos tres familias. Mi madre no podía ocultar su desencanto hacia mí y me trataba con resignación. Pasaba los días enteros en casa de la tía Petra y solo venía por las noches a dormir; yo me sentía cada vez más miserable.
Llegaba a casa y me encontraba con una mujer que me rehuía y con una niña que solo con oír mi voz empezaba a berrear y no callaba hasta que me marchaba de casa.
Me sentía humillado y amenazado, incapaz de defenderme. Sentía que el mundo conspiraba contra mí.
Un día cuando llegué del negocio Remedios no estaba. Fui a casa de la tía Petra y allí encontré a mi madre con Catalina en brazos, que como siempre cuando oyó mi voz empezó a lloriquear, y me dijo que Reme había ido a comprar fruta para hacer una papilla. Aquello encendió mi furia.
El caso que Reme llegó del supermercado oliendo a limpio y con los labios pintados. Llegó diciendo que había mucha gente en el súper mientras ponía la fruta en el poyete de la cocina y sacaba la batidora.
No sé qué me pasó. Se apoderó de mí un odio acumulado incontenible.
La llamé zorra y la golpeé. Ella resbaló y cayó al suelo llorando, suplicando y pidiéndome perdón no sé por qué. Más me encendió su sumisión, pensaba que me estaba mintiendo y engañando a ojos de todo el mundo. Me ensañé con ella.
Comencé a zarandearla con la mala suerte que su cabeza estaba golpeándose con el mueble del fregadero. Cuando me di cuenta y salí del trance era tarde. La sangre manchaba mis manos y el cuerpo inerte de Remedios resbaló en medio de un charco rojo.
Me di cuenta de lo que acababa de pasar y caí junto a ella maldiciéndome. Pensé en Catalina y en mi madre y no pude soportar la vergüenza.
Cogí un cuchillo y me corté las venas.

Desde el cuchitril de la celda te da tiempo a reflexionar sobre todo.
Recuerdo como el blanco de la cocina se tiñó de rojo, un espectáculo dantesco. No paro de pensar en la cara que pondría mi madre cuando fuera a por la papilla de la niña.
Sé que me llevaron al hospital y tras reanimarme me ingresaron directamente en prisión a la espera de juicio. Me han asignado un compañero de celda que no me quita el ojo de encima por si intento de nuevo suicidarme. Sinceramente ganas no me faltan, hasta agradezco que otros presos me agredan y me insulten, es como si redimiera mi culpa.
Hoy ha salido mi nombre en las noticias y he visto a mi madre llorando con Catalina en brazos. Me pregunto si la chiquilla será lo suficientemente pequeña como para no enterarse de nada…
¡Qué vergüenza!
Jamás pensé que me vería envuelto en un suceso así.
Ha pasado casi un año y me consumo en esta triste jaula.
Aparte de la abogada no he recibido visitas, ni siquiera una llamada de teléfono.
No tengo ilusión por nada, no dejo de pensar que estaría mejor muerto. No hace falta juicio, ya tengo la condena más cruel que es la de seguir vivo.
Si salgo de la cárcel, Catalina será ya una mujer y en el mejor de los casos y a pesar de lo que le cuenten, espero que ni se acuerde de mí. Mi madre habrá muerto y ya no conoceré al resto de la familia.
Un vacío enorme es lo que siento.
Y… paradojas de la vida, pienso en Remedios, y en que ella hubiera sido la única en venir a visitarme.
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