Llevábamos una semana disfrutando de nuestra nueva vivienda, cuando por primera vez me encontré con Rodrigo. Su voz me resultó tan sensual que desató en mí impulsos que perturbaron mi sensata madurez.
No imaginé que aquella espontánea sensación iba a ser capaz de quitarme el sueño, pero ese hombre fue convirtiéndose día a día en una morbosa obsesión. En mi mustia existencia comenzó el desasosiego. Nos cruzábamos en el portal, oía su voz por las escaleras, y observaba esa manera suya de sacar las llaves del bolsillo y abrir la puerta. Me entraban cosquillas y un calor que recorría todo mi cuerpo.

Un montón de preguntas comenzaron a agolparse en mi cabeza; sentí que vivía una doble vida, y esa sensación no me gustaba. Cumplía fielmente con la rutina de mi matrimonio durante el día, y por las noches en la oscuridad de la cama, me desbordaba la pasión y soñaba que a Rodrigo le sucedía lo mismo que a mí. La excesiva simpatía que fluía cada vez que casualmente coincidíamos, se volvía fría cordialidad cuando alguno de nuestros cónyuges estaba presente; y eso daba alas a mi fantasía. Pensaba que habíamos establecido una secreta rutina que comenzaba a la hora que él llegaba del trabajo. Yo corría a sacar de paseo a mi perra Tana para encontrarnos, y me apresuraba a regresar a casa para mirar las cortinas de su dormitorio. Había llegado a la conclusión de que si estaban abiertas, Rodrigo pensaba en mí, y si estaban cerradas, los remordimientos le atormentaban y era incapaz de dejarse llevar, como yo. Aún así, me comportaba como en mis mejores tiempos adolescentes, y pasaba las horas en el cuarto de baño dando libertad a mis instintos. Además, había surgido en mí una pasión desconocida que solo me atrevía sacar a la luz mediante símbolos y figuras retóricas. Para aliviar la crisis existencial, me dio por escribir poemas en un cuaderno que escondía concienzudamente. Volví a escuchar música, me sorprendí bailando a solas, y me ilusionaba salir de casa y arreglarme solo por la posibilidad de tropezarme con Rodrigo.
Perenne Letargo
Pero eso no duró mucho tiempo, ni evitó que me sintiera culpable. Cuando mi hija Marta me buscaba para jugar, o veía a Elena trajinando en la cocina, me sentía el hombre más miserable del mundo.
Siempre he menospreciado las relaciones homosexuales, y no sabía qué hacer con todo lo que estaba sintiendo. Andaba ausente y me molestaba que Elena preguntara qué me pasaba; la esquivaba con enfado, porque ni yo mismo lo sabía. Me sentía sucio, y comenzó a atormentarme la idea de que tenía que tomar alguna decisión. Cada vez salía más avergonzado del cuarto de baño, y me costaba trabajo mirar a mi hija a los ojos. Por supuesto que no me atrevía a decirle nada a Rodrigo y mucho menos a Elena. Así que comencé a reprimir mis impulsos y a negar los sentimientos que Rodrigo provocaba en mi persona.
Volví a la vida gris, a la rutina del trabajo y mi matrimonio. Dejé de oír música y de bailar, de asomarme por la ventana del cuarto y de escribir apasionados poemas. Mi vida fue discurriendo por senderos seguros y muy predecibles.

Hoy he vuelto a recordar todo aquello porque ordenando los cajones, el cuaderno lleno de apasionados poemas ha vuelto a caer en mi manos.
Casualmente ha sido el día en que mi hija Marta me ha presentado a su novia.

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