Estamos en el siglo 21, en el año 2021; en Andalucía, España.
Antaño incluso hubo gente que me llamó triunfador, y ese calificativo ahora me produce sorna en el mejor de los momentos. Hablo de antaño porque hubo un tiempo en el que yo crecía personal, social y económicamente, tenía aspiraciones en la vida. Ahora han cambiado tanto las cosas que siento que soy el protagonista de una mala película que no termina nunca.
Una vida
Nací en Granada, aunque mi madre es cordobesa y mi padre vasco. Se descubrieron en una excursión que organizaron en Euskadi para conocer el sur de España. Mi padre Abraham, regresó a Córdoba después de aquello a buscar a mi madre Noelia, y luego marcharon juntos a trabajar a Granada. Y allí nacimos mi hermana Patricia y yo, Aitor.
Podría hacerme el interesante y decir que tengo una mezcla que me hacer ser diferente, pero nada más lejos de la realidad. No he tenido apenas relación con mi familia paterna, y Abraham mi padre, nunca habló el euskera en casa, supongo que sentía algo parecido al bochorno; el tema vasco resulta polémico, y delante de mi madre, nunca reivindicó su simpatía abertzale.
Además, cada vez que había un atentado terrorista, Noelia se hartaba de llorar, y no cabía conversación alguna más que la de consolarla. Yo sentía curiosidad por todo lo relacionado con Euskal Herria y mi familia paterna, pero supongo que al igual que mi padre, aprendí a callar y a eludir el tema.

Mi familia vivía de un bar de tapas en la Plaza de Bib-Rambla en Granada, “El Rebujito”. Se compraron un piso allí mismo, donde vivimos la infancia y la adolescencia Patricia y yo. Recuerdo ahora con añoranza, cómo me enfadaba despertar demasiado temprano con el ruido mañanero de los currantes en la plaza, sobre todo los días de exámenes después de haber estado la noche estudiando; que si las mangueras regando las calles, que si las primeras voces saludando al día, que si los camiones reponiendo, que si los hierros de los puestos de las flores…
Acabé mis estudios en la Facultad de Bellas Artes allá por el 1989 a pesar de mi madre, que nunca alentó mis inquietudes artísticas porque las consideraba una pérdida de tiempo. Mi padre sin embargo, siempre me animó a seguir el camino del corazón, y el resultado fue que acabé la carrera sin un objetivo claro en la vida.
En Andalucía llamándome Aitor y estudiando Bellas Artes, tenía todos los ingredientes para ser un joven rebelde y despreocupado. Y lo era, aunque para complacer a mi madre, vestía con las camisas y los pantalones que ella me compraba. Me llamaban “el pijo», aunque mis ideas nada tuvieran que ver con lo que considerábamos como tal.
Lo cierto es que ese año pasaron muchas cosas y a mí no me interesó ninguna. Uniéndose a las reivindicaciones de las revueltas estudiantiles de la plaza de Tiananmén en China, algunos de mis amigos se organizaron y agitaban a los compañeros de la facultad; otros se enfrascaron en realizar una obra plástica, que representara a Granada en la “Expo” que se celebraría en Sevilla en 1992; y yo no sabía a qué agarrarme.

Recuerdo que mi madre había ido a su pueblo, Hornachuelos, a manifestarse en contra del cementerio nuclear de El Cabril. Ella no solía interesarse por otros asuntos que no fueran estrictamente los de su familia, pero cuando tocaban su tierra, era capaz de agarrarse a la yugular de cualquiera, y no podía quedarse tranquila mientras contaminaban su sierra con basura radioactiva.
La verdad que para mi padre y para mí, fue un alivio que no estuviera en casa cuando la banda terrorista “Eta” que ya estaba dando sus últimos coletazos, mató con un paquete bomba a la madre de un funcionario de prisiones.
Yo ponía de mi parte en eso de labrarme un futuro, quería llegar lejos. Y con todas las desgracias que había habido ese año por Andalucía con el agua, primero la sequía y luego las inundaciones, me dio por preocuparme por las cuestiones del campo.
Una vida
Dicen que las casualidades no existen, y eso le argumenté a mi padre para que le pidiera al tío Gorka que me alojara en su casa, el tiempo que duraba el curso de Trabajador Forestal que iba a realizarse en San Sebastián.
El hermano mayor de mi padre vivía en Anoeta, un pueblito que quedaba muy cerca de Donosti, y allí que me fui con mis tíos y mi prima Nerea a cambiar de aires. El curso me resultó de lo más interesante, aunque lo mejor fueron los paseos por el bosque con mi prima; los paisajes eran tan diferentes a los de Andalucía, tan verdes, tan de cuento… y me reconfortaba tener cerca a Nerea, con ella podía hablar de cualquier cosa. Solía desahogarme cuando los compañeros del curso me ignoraban y hablaban euskera. Ella siempre los disculpaba quitándole hierro al asunto; para mí era una falta de respeto, pero con Nerea, no sabía discrepar.

Aunque de mi estancia en Euskadi, aparte de las comidas con las que siempre me sorprendía la tía Naiara, lo que recuerdo con más emoción, fue el concierto que hubo en el polideportivo del pueblo. Era en solidaridad con un cantante vasco amenazado de muerte por la banda terrorista “Eta”.
La verdad, yo no había oído a ese cantante nunca, Imanol, pero fui al concierto con Nerea movido por ideales de paz, solidaridad y lucha. Fue un acto multitudinario al que acudieron mogollón de artistas, lo flipé. Me sentía como si estuviera viviendo una mágica aventura en otro país. Se lo comenté a mi prima y sonriendo me dio un abrazo, “me encanta”, dijo.
Acabó el curso y regresé a Granada. Mi madre hacía tiempo que había vuelto de Hornachuelos, y se le saltaban las lágrimas cuando hablaba del secretismo que había en torno al cementerio por parte de las autoridades. Me dolía verla hablar así de su tierra, que al fin y al cabo, también era un poco mía. Pero le había encantado mi experiencia en San Sebastián como estudiante para Trabajador Forestal, y por primera vez sentí que mis padres estaban de veras orgullosos de mí; así que continué por ese camino.
Una vida
El viaje a Donostia y la estancia con mi familia vasca, aparte de inolvidable, me hizo madurar en muchos sentidos. Volví sabiendo lo que quería, incluso mi look se movió un poco. Continuaba con la indumentaria clásica, pero adopté la ropa vaquera casi como uniforme, y solía olvidarme del peine; y hasta de la máquina de afeitar.
Continué formándome ilusionado; que si prevención de incendios en el bosque, que si primeros auxilios en el monte, que si técnico de jardinería… hasta que descubrí algo que colmó todas mis expectativas y me dediqué con el alma, “Diseño de Jardines y Arte Floral”.
Empecé trabajando para la gente adinerada granadina. Sinceramente todo un lujo, nunca mejor dicho; no me faltó de nada y pagaban bastante bien. Alquilé un ático precioso por el Albaicín desde donde divisaba la Alhambra. Y el culmen de mi dicha fue cuando uno de los señores bien posicionado, consiguió que me llamaran para formar parte del equipo que arreglaba los hermosos jardines de La Alhambra. Todo un privilegio.
Yo tenía treinta y ocho años entonces, y fue un placer sumergirme en ese clima de sensualidad que emanaban los patios, con sus fuentes y los chorros de agua, las plantas aromáticas, el sabor de las frutas… Fue cuando mi colega “el Patas” casi con envidia, me llamó triunfador.

La prima Nerea vino a verme, desestabilizándome por completo.
Tras la ruptura con su pareja necesitaba un cambio para ordenar los sentimientos, y me pidió que la alojara unos días en casa. Había pasado mucho tiempo desde que estuve en Anoeta, pero la complicidad que habíamos tenido mi prima y yo, seguía intacta.
Nerea me ganaba en edad tres años, tenía los ojos grandes y algo achinados, el pelo negro, largo y ondulado; y solía vestir con ropa ajustada. Ella venía arrolladora como siempre, pero más tímida, supongo que más necesitada. Nerea tenía una belleza de esas que cautivan, y el aire de vulnerabilidad con el que llegó, la hacía irresistible ante mis ojos. Siempre habíamos jugado a la coquetería, pero esa vez, nos dejamos llevar.
Me esforcé porque estuviera a gusto; le hice de cicerone por la ciudad, la llevé de tapas, desplegué mis encantos en los jardines del Generalife, y fuimos a ver cante y baile flamenco en una cueva del Sacromonte.
Fue esa noche cuando Nerea se derrumbó. Las copas de vino y el flamenco hicieron su efecto, y antes de llegar a casa, como un manantial que no cesa, Nerea rompió a llorar.
De verdad que en esos momentos sólo quise consolarla, pero una cosa llevó a la otra, y a la mañana siguiente amanecimos abrazados en mi cama después de haber disfrutado de una inquietante noche de sexo. Y fluimos; paseamos por Granada abrazados, riéndonos y besándonos por las esquinas como cualquier pareja de enamorados.
Hacía tres años que Macarena y yo lo habíamos dejado tras cinco de relación, y Nerea estaba siendo aire fresco en mi vida sentimental; hasta que dijo que se marchaba.
No sé si tuvo que ver mi patética idea de decir algo a la familia, o simplemente que el viaje llegaba a su fin. El caso que Nerea se fue más guapa que nunca, y yo me quedé con el corazón hecho pedacitos.
Una vida
Pero lo que verdaderamente puso mi vida patas arriba, fue que después de aquello me diagnosticaron una enfermedad crónica, esclerosis múltiple. El mundo cayó encima de mí. Y a mi drama personal tuve que añadirle el de mis progenitores; porque a mi madre Noelia no había manera de quitarle su preocupación por mí, ni recordándole que habían conseguido que el Tribunal Supremo declarara ilegal el cementerio del Cabril. Y mi padre también estaba preocupado, pero como siempre, se guardaba las emociones para sí.
Cada dos por tres sacaban el tema de la prima Nerea, sobre todo mi madre, que sospechaba sin equivocarse lo que había sucedido; y yo sentía más peso aún sobre los hombros. Así empezó lo que yo llamo, mi declive.
Vinieron unos años muy duros, en los que creía que síquicamente estaba hundido. No sabía que las limitaciones físicas me acompañarían para siempre y que tendría que aprender a vivir con ellas. Me sentía fuera de lugar en todas partes.
Nerea llamó un montón de veces, tanto a mi casa como a la de mis padres, pero fui incapaz de cogerle el teléfono. Me costaba trabajo estar con gente, no soportaba las miradas de compasión, o de decepción, o de incomprensión, o los comentarios banalizando el asunto; o la indiferencia. Me sentía otra persona y profundamente solo. Tenía cuarenta y tres años y la vida por delante.

Tras mucho dolor y mucha cabezonería por mi parte pasó el tiempo, y llegó la calma después de la tormenta. Por supuesto había perdido el trabajo, pero tras aceptar mi nueva realidad, me afané sin descanso en encontrar una ocupación que respetara mis limitaciones; misión imposible.
El médico me había aconsejado que solicitara oficialmente el reconocimiento de la discapacidad para que las cosas me resultaran más fáciles.
Pero el mundo de la discapacidad es igual de cruel o más que el mundo de los que se atreven a clasificar a los menos válidos. Y aquí estoy yo en tierra de nadie, sin ser acogido por los discapacitados, y siendo discriminado por los que son mis iguales, pero que no reconocen mi realidad limitante.
Nunca imaginé que ese sería el fin de mi vida laboral. Porque para colmo, llegó la para mí mal llamada crisis del 2008. Yo ya estaba en crisis, y tenía cuarenta y cinco años. Dicen que a perro flaco todo son pulgas, y yo sentía que las tenía todas encima.
Continúo desempleado y malvivo de intermitentes y escasas ayudas sociales. Tuve que abandonar mi bonito ático en el Albaicín de Granada, y mis muebles, y mis amigos, y mis lugares… me sentía una mierda.
Y no tuve más opción que mudarme a Hornachuelos, a la casa de mi abuela que en paz descanse. Aquí me ha dado por cultivar un pequeño huerto, pero la verdad, no me hace ninguna gracia vivir tan cerca de la radioactividad. A pesar de haber sido declarado ilegal, el cementerio sigue almacenando sustancias radioactivas, y si nada lo impide, en un futuro próximo, El Cabril multiplicará por cuatro su capacidad de almacenamiento.
Pero si las cosas iban mal, ahora van mucho peor.
Una vida
Un día de repente, como en una mala película de ciencia ficción, los media nos alarmaban con la aparición en el mundo de un virus letal.
En nombre de nuestra salud, los gobiernos nos imponen un montón de medidas restrictivas, nos bombardean con unas cifras alarmantes de muertos y nos obligan a parar toda actividad no indispensable; vivimos en una constante paradoja. Demasiadas contradicciones que nos están empobreciendo económica y moralmente.
Y como uno ya no tiene edad de ser un rebelde sin causa, comencé a investigar, y cada vez estoy más perplejo con las mentiras oficiales.
Desde la miseria económica y la autenticidad de mi huerto, intento desobedecer a las élites que no me merecen ningún respeto, y nos manejan a su antojo como simples marionetas.
La prima Nerea cabezona, ha conseguido que tenga ganas de verla. Me ha invitado a su casa con la condición de que vaya sin máscara. A ver si vuelvo con las pilas cargadas como antaño, porque ahora mismo no tengo ganas de nada; no tengo aspiraciones, salvo la de comer todos los días.
No tengo ni la capacidad de acabar con un final feliz este relato, que, al fin y al cabo, es el de mi vida. Solo me quedan, y con ellos vivo, los recuerdos de lo que un día fui, y de lo que siempre he querido ser; un triunfador.
Banalidades, relato
Consecuencias, relato
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